La instalación protagonista de la exposición de Natividad Navalón (Valencia, 1961) se concibe y realiza ex profeso para el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. En ella lleva hasta sus últimas consecuencias la vía iniciada en una obra anterior: Lugares de ausencia (1991), sobre la representación de la densidad de la ausencia, entendida como presencia invisible. Ahora con el SIDA como realidad -asunto sobre el que se construye esta instalación-, la noción de ausencia se reserva para los olvidados, los desatendidos y los marginados. Navalón utiliza una práctica conceptual fundamentada en la metáfora y la elipsis, y presenta un proyecto en el que aúna la emoción de la muerte y la poética del olvido con la solemnidad del monumento conmemorativo.
El punto de partida es la consideración de la enfermedad, no como mero tema, sino como aspecto que en nuestros días, conduce a la soledad, la incomunicación y la marginalidad. Además, Navalón apela simbólica y conceptualmente a la función original del museo, creado como hospital la segunda mitad del siglo XVIII.
Mar de soledades consta de dos espacios. En el primero de ellos se colocan de manera ordenada una serie de lechos realizados en planchas de acero, sobre las que se sitúan almohadones de terciopelo rojo. El objetivo pretendido es que ahí se imponga el silencio. La referencia a camas de dolor y sufrimiento se impone enseguida, lo mismo que la imagen de un campo de tumbas. De este modo, el protagonismo lo asume el silencio que impone la visión de este paisaje. El crítico e historiador José Manuel Álvarez Enjuto señala que Navalón acude a un reiterativo minimalismo estructural para la concepción y presentación de este escenario de los olvidados. Por ello, se sitúa “en la más pura línea del Romanticismo español del siglo XIX, pero no en la de sus manifestaciones artísticas, sino en la de su dramaturgia, en la fuerza de su introspección y en la expresividad más honda de las emociones”, según declara Álvarez Enjunto.
Por otro lado, cabe señalar que el orden alternativo de rojo y negro, responde respectivamente al terciopelo y al acero. De este modo, se procura una experiencia de sinestesia, en la que el ojo del espectador pasa de un material cálido a otro frío. Esta paradójica unidad sensorial de contrarios, encierra además una lectura simbólica, más allá de la mera interpretación de las formas desplegadas y las apariencias. La instalación reclama el paseo del espectador entre esos lechos, para que participe o se involucre en la realidad de la soledad y la incomunicación actual, derivada del aislamiento.
Este tratamiento trágico de la muerte, realizado por Navalón a partir de una puesta en escena voluntariamente austera, revela una aproximación estética a la noción de tránsito físico y espiritual de raíz barroca, donde el género de la vanitas se impone como iconografía y figura literaria destacada.
Datos de la exposición
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