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Sala 427

Durante las dos últimas décadas de la dictadura franquista, las mujeres activas en la escena artística española eran consideradas raras excepciones, siendo común en la crítica y medios de comunicación minimizar su talento utilizando el apelativo de femenino. Sin embargo, desde finales de la década de los sesenta este calificativo peyorativo comenzó a formar parte de la temática abordada por muchas de estas artistas, como reivindicación de otro modo de hacer y como resistencia al franquismo.

La sala Artistas mujeres y tardofranquismo presenta obras de Eulàlia Grau, Mari Chordá, Ana Peters, Ángela García Codoñer e Isabel Oliver, artistas mujeres cuyas trayectorias se iniciaron durante los años sesenta y setenta pero que, olvidadas en los grandes relatos, han sido sacadas a la luz en investigaciones recientes. En este sentido, se subraya la existencia de dos focos de importancia en la generación de discursos artísticos feministas y de resistencia política: Barcelona —con unas obras impregnadas por las prácticas conceptuales—, y Valencia, más cercana al lenguaje pop. Son autoras que, desde su posición feminista, comenzaron a sumarse a los discursos antifranquistas y a la crítica social, a través de sus ataques a la representación de las mujeres; por una parte, se ofrecían fuertemente cosificadas en los medios de masas, por otra, este imaginario de hembra se encontraba también muy presente en la obra de muchos de sus compañeros de generación. Sus creaciones se apropiaban del imaginario popular para poner en evidencia cómo los roles de género, habituales desde el ámbito familiar hasta el público, y que se proyectaban a través de la sociedad de consumo, no eran más que asunciones.

En Barcelona, Mari Chordà vinculaba su producción artística a una ética del cuidado realizando obras que propiciaban el aprendizaje lúdico en la infancia, como Joguet per l’Angela (1969). Durante el franquismo, en la educación primaria se consideraba a las mujeres más apropiadas para las especialidades artísticas adaptativas (diseño de objetos) y las reproductivas (la enseñanza) que las concebidas como meramente creativas, afines a la libertad individual personificada en el genio masculino. La obra de Eulàlia Grau examinaba en su serie Etnografia (1973-1974), los roles de mujeres y hombres a partir de la imaginería de los medios de comunicación y los contraponía evidenciando, además de los estereotipos restrictivos para ambos sexos, el hecho de que estos cuerpos, modelados a partir de cánones estrictos, se presentaban para ser consumidos.

En Valencia, Ana Peters con su obra Cuentakilómetros (nº 1. Rosa azul) (1966), visibiliza el modelo hegemónico de masculinidad y el uso del cuerpo y sexualidad femeninos como reclamo publicitario. Las obras que Ángela García Codoñer realiza en la década de 1970 —en su serie Morfologías o la pieza Teta Pop (ambas de 1973)—, profundizan en la idea del cuerpo femenino como fuente de placer y disfrute del propio cuerpo. Por su parte, Isabel Oliver, en De profesión: Sus labores (1972-1974), evidencia que la costura y el bordado escondían el adocenamiento: la idea de mujeres dóciles y hacendosas en el hogar. Oliver había llevado a cabo a principios de los setenta, mientras cooperaba en paralelo con Equipo Crónica, una serie de pinturas feministas, La mujer (1970-1973), quizás las más cercanas estilísticamente al pop valenciano representado por Equipo Crónica; en Feliz reunión (1971) criticaba con ironía la carencia de conciencia feminista de la mayoría de las mujeres españolas, así como la alienación que sufrían al intentar alcanzar el estereotipo sublimado que se propagaba desde los medios de comunicación de masas.

Todas ellas comparten el interés de esa generación por el arte como vehículo para visibilizar las reivindicaciones de carácter feminista cuyo resurgimiento fue una respuesta crítica a la dictadura por la falta de libertades políticas y la discriminación de las mujeres durante estas dos décadas del tardofranquismo.

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