Sala 426
La postura antifranquista de Eduardo Arroyo le obliga a exiliarse en Francia entre 1958 y 1976, momento en el que, recuperadas las libertades democráticas, decide regresar a España. Su obra, tanto durante los años de exilio como posteriormente, está marcada por una búsqueda identitaria en torno a lo que se consideraba como «lo español», idea que le sirve para ubicarse de forma crítica en una genealogía histórica. Arroyo se inscribe en el regreso de una figuración pictórica caracterizada por representar, desde la ironía, circunstancias políticas y culturales.
En la década de los sesenta, Arroyo trabaja en varias series comprometidas con la oposición al régimen franquista. En ese sentido, es sintomática la exposición 25 ans de paix, realizada en 1965 como contraposición a la campaña del mismo nombre que se había celebrado solo un año antes y con la que el régimen buscaba legitimarse, nacional e internacionalmente, como garante de la paz, la estabilidad y el progreso. La serie de Arroyo se presentó en una exposición en la galería André Schoeller, para cuyo catálogo-folleto se contó con el también exiliado Jorge Semprún, superviviente de Buchenwald y dirigente del Partido Comunista Español en Francia durante los años sesenta. Semprún, con quien Arroyo entabló en París una amistad de por vida, escribió el texto introductorio a la exposición, en el que tachaba de «mito oficial» estos supuestos 25 años de paz y daba cuenta del impacto que tuvo el proyecto publicitario franquista para el exilio español. El escritor analizaba la crítica que Arroyo estructuraba en relación a los mitos de la cultura española y vinculaba esta táctica con la recuperación de la historia, tan importante para el exilio. Sin embargo, como reconocía Semprún en su texto, esta estrategia de recuperación histórica no formaba parte de la construcción de la España contemporánea.
Precisamente, es en este sentido que la obra de Arroyo adquiere su importancia. Su pintura irreverente y su lucidez se levantan como contraposición a la España complaciente del desarrollismo y nos sitúan en el contexto de un nuevo tipo de figuración crítica que narra las transformaciones de lo social y lo moral producidas por la opresión, el consumo masivo y la influencia americana en España. Por otra parte, se debe tener en cuenta que, en el imaginario franquista, se había reivindicado la llamada «escuela tradicional española», invocando para sus propósitos a autores barrocos como Velázquez o El Greco. Son precisamente estas y otras figuras emblemáticas del arte español las que Arroyo retoma para sí, subvirtiendo el uso conservador que el régimen franquista había hecho de ellas.