Sala 422
Negros! —gritó uno de los exploradores.
—Preparados para la lucha —indicó Hannon a sus hombres.
Marcel D’Isard, África misteriosa
La cita procede de una novela, titulada África misteriosa. La firma Marcel D’Isard (nom de plume de José María Carbonell Barberá), prolífico autor de adaptaciones de clásicos de la literatura juvenil. La natural reacción de a la vista de negros —o de moros— aprestarse a la lucha constituía una escena recurrente, una especie de repetitiva rima en este tipo de relatos.
Estas novelas de aventuras, profusamente ilustradas, estaban concebidas para un público juvenil y alcanzaron su máxima difusión y popularidad aproximadamente entre 1957 y 1967. En esos mismos años se localiza el momento álgido de un proceso iniciado con el final de la Segunda Guerra Mundial y que comportaría un vuelco radical del mapa geopolítico global: el auge de los movimientos de liberación nacional en los territorios dominados por los grandes imperios europeos va a conducir a la emancipación de la mayoría de las antiguas colonias.
Estos procesos no siempre fueron pacíficos, comportando reacciones en contra por parte de los sectores que veían gravemente afectada su situación de privilegio con la desaparición del régimen colonial. En las capitales europeas, junto con iniciativas directamente políticas, se asiste a la multiplicación de producciones culturales dirigidas a la creación de una opinión pública partidaria de detener, entorpecer, retrasar o influir en esas dinámicas de descolonización.
Las muy especiales circunstancias de la dictadura franquista van a determinar de modo particular la actitud que el Estado español, en su condición de crepuscular potencia colonial, va a adoptar frente a este fenómeno. A esas alturas, los restos de aquel imperio donde no se ponía el sol se reducían al control de unas pocas, fragmentarias y dispersas posesiones repartidas en el golfo de Guinea, Marruecos y el Sahara Occidental, pero el fascismo español había convertido la exaltación de las gestas imperiales hispanas en uno de los pilares básicos de su pompa retórica. Además, la casta militar que había dado lugar y sostenía a la dictadura tenía su origen precisamente en las guerras coloniales sostenidas en Marruecos.
El ingreso de España en 1955 en las Naciones Unidas implicaba, entre otros tributos, el reconocimiento del derecho de autodeterminación de esos territorios. El régimen, sin embargo, no se caracterizó por un comportamiento precisamente elegante a la hora de aceptar la independencia de las últimas colonias. El ejercito español iría saliendo a regañadientes de Marruecos: de la zona norte del Protectorado en 1956, de Cabo Juby en 1958 (y solo después de un enfrentamiento bélico) y de Ifni en 1969. La retirada de Guinea no se realizó hasta 1968 y la del Sahara Occidental hasta 1976; tan atrabiliariamente en este caso que no llegó a realizarse proceso alguno de descolonización, siguiendo esa cuestión aún pendiente.
La independencia de Marruecos en 1956 provocó que en España se tomaran medidas orientadas a la defensa, frente a las presiones de la comunidad internacional, de la legitimidad de la presencia colonial española en África. Entre estas maniobras cabe señalar la del reconocimiento de esos territorios como provincias españolas de ultramar, con la subsiguiente constitución de diputaciones provinciales, la concesión de DNI españoles a sus habitantes o, ya in extremis, como en el caso guineano, la propuesta de un estatuto de autonomía. La última opción ante lo inevitable de la descolonización consistió en el intento, finalmente fallido, de preparar ex profeso una élite local designada para dirigir los futuros estados formalmente independientes pero obsequiosos servidores de los intereses de la metrópoli.
La propaganda oficial de este periodo va a ser prolija en la representación de escenas en las que se subraya la necesidad de tutela de la población colonizada. El tropo más común será el contraste entre lo español y lo africano, entre primitivismo y desarrollo, entre modernidad y atraso, bajo un enfoque que con frecuencia utiliza la imagen del indígena como un mero telón de fondo exótico a fin de resaltar la superioridad del colonizador. Las fotografías del dictador visitando la Feria del Campo en Madrid, en las que pasa revista indistintamente a cerdos, ovejas e indígenas saharauis —en la tradición de los zoos humanos decimonónicos— son tan reveladoras como las que recogen la asistencia al Circo Price de una comisión marroquí de visita en la capital o la presentación a la prensa, sea del gorila albino Copito de Nieve, sea la del primer guardia urbano negro de Madrid, Jesús Nguema.
Hay que recordar el papel de instituciones como el Instituto de Estudios Africanos (IDEA), del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. El Instituto proporcionaba sustento «científico» a la misión civilizadora del afro-imperialismo español con la publicación, por ejemplo, del estudio sobre La capacidad mental del negro (1952). Del IDEA dependía el Museo de África, que acogió entre 1951 y 1955 la Exposición de pintores de África —así llamados no por africanos sino porque hacían de África el tema de sus pinturas—, expresión tardía de un orientalismo en irreversible decadencia.
Una de las manifestaciones más interesantes de la imagen de modernización y progreso de la que el tardocolonialismo español buscaba hacer gala lo constituyen los proyectos de arquitectura que en los años sesenta firmó Ramón Estalella en colaboración con otros arquitectos en Sidi Ifni, El Aaiún y la zona continental de Guinea. Se trata de propuestas radicalmente modernas que, aun haciendo referencia a las culturas locales, subrayan con su gesto, de nuevo, el contraste y la superioridad propia ante una alteridad sobre la que se despliegan como en un espacio en blanco. Un mismo élan comparten la exhibición de audacias arquitectónicas y de automóviles surcando avenidas en las tarjetas postales de El Aaiún de la época, las líricas escenas de bautismo de negros en la selva o las huchas petitorias con forma de cabeza de niños infieles.
Sin subestimar el papel trascendental cumplido por la escuela, la prensa o los noticieros y documentales cinematográficos —los NO-DO, de obligada exhibición en los cines españoles entre 1942 y 1981—, se podría afirmar que la mayor apología a favor del mantenimiento del régimen colonial se llevó a cabo de un modo más reticular y difuso, en el plano de la vida cotidiana y la incipiente sociedad de consumo: en los años cincuenta y sesenta los letreros de «ultramarinos y coloniales» todavía menudeaban en las calles de una España sobre la que empezaba a dejar de pesar el aislamiento internacional. Aunque aquellas tiendas ya no despachaban solamente productos de ultramar, permanecían el café, el azúcar, con sus envoltorios decorados con exóticos personajes, fueran semidesnudos braceros en el campo, fueran pajes, sirvientas o esclavas engalanadas con seda y turbantes. El chocolate, cuya materia prima se producía e importaba de la Guinea española, ofrecía colecciones de cromos como la titulada A través de África, «relatos de aventuras del caballero Batanga y sus amigos», «la negrita batanga» y «el negrito Mongo, por ejemplo; la enumeración de cuyas virtudes y defectillos constituye un verdadero catálogo de los clichés más clásicos sobre el colonizado: «fiel, abnegada y humilde, ella, a la que «le gustan los vestidos de colorines y los collares de cuentecitas de cristal» y que «quiere mucho al Niño Jesús y a la Virgen, a los que reza siempre que les acecha un peligro»; mientras que él, «sencillo y bonachón», «anda con gesto desgarbado pero «sabe trepar como un verdadero mono y es «bueno y fiel», y «aunque sea lamentable decirlo, no le gusta trabajar». Lo contrario que el protagonista de uno de los más célebres jingles de la historia de la publicidad española: el «negrito del África tropical que, cultivando cantaba la canción del Cola Cao».
En los años cincuenta, el racismo ingenuo de las cómicas aventuras del amito Morcillón y su sirviente, Babali, en el TBO, convive con otras publicaciones más belicosas, destinadas a un público infantil-juvenil (y, ni falta hace decir, masculino por defecto). Estas historietas estaban protagonizadas por héroes occidentales y cristianos en constante lucha con un sempiterno enemigo musulmán, ya fuera en un impreciso Medievo —evocador de otro mito caro al franquismo: el espíritu de las cruzadas y la Reconquista, como en el caso del Capitán Trueno o el Guerreo del Antifaz—, ya en el contexto inmediato del Marruecos del Protectorado, como sucede a los héroes de Audaces Legionarios, el Capitán Rey y el Sargento (no por nada) Matamoros.
La portada de la novelita África misteriosa muestra, en un dramático picado, el primer plano de un guerrero africano que, desde lo alto de un árbol se dispone a atacar con su lanza a un explorador blanco que, con su salacot y su fusil y acompañado de un porteador nativo, camina ajeno al peligro que le acecha. Todo un fresco de la empresa colonial entendida como un ejercicio de alternancia de mano dura frente al insumiso y paternalismo para con el domesticado; una alegoría del noble y abnegado sacrificio de las razas superiores —la «carga del hombre blanco»— que lo es también de la propia dictadura franquista como régimen colonial en suelo europeo.