Sala 202.02
Nueva York. Rascacielos y modernidad

Nueva York se construyó como la gran utopía urbana para demostrar al mundo entero cómo podía ser imaginada y vivida la vida moderna. El 1 de abril de 1892, la isla de Ellis se instituye oficialmente como la puerta de ingreso al «nuevo mundo» para más de 12 millones de personas; un mundo que miraba hacia un futuro lleno de promesas. Centro de referencia internacional, industrial y económico, Nueva York se convierte en una ciudad mestiza, una ciudad-mundo, que necesita desarrollar su urbanismo, arquitectura y transportes para dar cabida a su creciente población. 

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Nueva York se construyó como la gran utopía urbana para demostrar al mundo entero cómo podía ser imaginada y vivida la vida moderna. El 1 de abril de 1892, la isla de Ellis se instituye oficialmente como la puerta de ingreso al «nuevo mundo» para más de 12 millones de personas; un mundo que miraba hacia un futuro lleno de promesas. Centro de referencia internacional, industrial y económico, Nueva York se convierte en una ciudad mestiza, una ciudad-mundo, que necesita desarrollar su urbanismo, arquitectura y transportes para dar cabida a su creciente población. 

Debido a sus limitaciones geográficas y al crecimiento exponencial de su curva demográfica, Nueva York optó por crecer a lo alto, aumentando su altura simultáneamente al desarrollo técnico de su arquitectura. La cultura popular acoge al rascacielos con entusiasmo y este protagoniza el cine, la fotografía y literatura americanas, convirtiéndose en la imagen vernácula de lo estadounidense. En el arte, fue documentado exhaustivamente por fotógrafos y cineastas, que emulan, con sus cámaras cada vez más desarrolladas, la modernidad de la misma arquitectura. Alrededor de la Galería 291, de Alfred Stieglitz y su revista Camera Work, una generación de fotógrafos como Berenice Abbott, Alvin Langdon Coburn o Edward Steichen, centraron sus cámaras en la ciudad, en su arquitectura y espacios urbanos, convirtiéndola en su objeto de investigación plástica. En sus inicios, la estética del movimiento fue pictorialista, pero poco a poco sus integrantes se diferenciaron de la fotografía tradicional y trabajaron con imágenes directas sin manipular, que pretendían abordar la realidad en toda su amplitud. Lo cotidiano se convirtió en susceptible de contemplación estética. Paul Strand destaca entre todos ellos como el fotógrafo de una Nueva York de gran belleza, abstracta, llena de luces y sombras contrastadas. Su interés por las máquinas, las ciudades y la vida moderna fue más allá de lo técnico, incluyendo en sus imágenes a la masa anónima de neoyorquinos. En el cortometraje que realiza junto a Charles Sheeler Manhatta (1921), con textos seleccionados a partir de poemas de Walt Whitman, celebra la belleza de las masas trabajadoras anónimas, acentuando la parte humanista de su trabajo.

De la fascinación europea por Nueva York es síntoma y causa el fotolibro Amerika, de Erich Mendelsohn. Publicado en 1925, contenía imágenes que el arquitecto alemán había tomado en su viaje de estudios a Estados Unidos un año antes, y se convirtió en un éxito de ventas. Su objetivo era situar a Nueva York como ejemplo del futuro urbanismo global. La imagen de la Gran Manzana se contrapone en el imaginario moderno al de la vieja Europa, simbolizada especialmente por París, y algunos artistas empiezan a preferir dirigir sus pasos hacia la gran ciudad estadounidense. Entre ellos, descatan varios artistas latinoamericanos como Marius de Zayas, que se trasladó a Nueva York en 1907 y expuso con Stieglitz en la Galería 291. Zayas viajó varias veces a París, convirtiéndose en puente entre las vanguardias de los dos continentes. También Joaquín Torres García se trasladó a Nueva York en 1920, donde residió dos años, profundizando en la abstracción e inspirándose en el paisaje urbano de la ciudad. El artista la describió como la «ciudad afiche», un universo mecanicista de velocidad y anuncios que se sucedían vertiginosamente y que le serviría como tema fundamental de su trabajo.

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